26 sept 2011

Todos los Estados deben respaldar al BCE para salvar al euro

Por Simon Nixon

El Banco Central Europeo ha sido el salvador de la eurozona durante los últimos 18 meses. Mientras los políticos dudaban, ha recurrido a su estatus de única institución europea con capacidad para actuar con decisión para responder con rapidez a los acontecimientos. Sin sus intervenciones en las fases iniciales de la crisis, la eurozona estaría ahora en una situación aun peor e incluso podría haber quebrado. Pero en los últimos meses, la crisis ha entrado en una fase nueva y mucho más peligrosa para la que el BCE no cuenta con las herramientas adecuadas. En efecto, podría ahora suponer la mayor amenaza para la supervivencia de la divisa.

Tanto la fortaleza del BCE como su debilidad provienen de su independencia. El BCE es diferente de otros bancos centrales; no tiene que rendir cuentas directamente a nadie pero actúa en nombre de los 17 estados miembro. Para garantizar su independencia, los padres fundadores de Europa fijaron estrictos límites para las competencias del BCE: Habría una estricta separación de las responsabilidades monetarias y fiscales. Al BCE se lo dio un objetivo --la estabilidad de los precios-- y se le excluyó de la responsabilidad de garantizar la estabilidad financiera, algo que podría haber desdibujado los límites, lo que le presionó para expandir su balanza y generó riesgo moral.

Estas limitaciones a sus competencias no evitaron que el BCE interviniera durante las fases iniciales de la crisis. Actuó como un prestamista tradicional de último recurso para el maltrecho sistema bancario europeo, ofreciendo liquidez ilimitada de hasta un año, todo en nombre de preservar la estabilidad de los precios. Cuando la crisis se contagió a los mercados de deuda soberanos europeos, el BCE de nuevo intervino a través de su Programa de Mercados Secundarios, comprando bonos estatales para estabilizar las rentabilidades, afirmando, como justificación, que esta decisión era un componente vital del mecanismo de transmisión de la política monetaria. Durante mucho tiempo, esto funcionó: el BCE solo aumentó su balance en un 71% frente al 229% de la Reserva Federal de Estados Unidos y al 193% del Banco de Inglaterra. La economía de la eurozona creció y la inflación permaneció cerca de su objetivo del 2%.

Pero la postura del BCE en la gestión de la crisis siempre fue polémica. Consciente de las deficiencias de su mandato y de las dificultades que afrontaría ante un contagio serio, el BCE fue firme a la hora de afirmar que los responsables europeos de políticas monetarias no deberían hacer nada que minase la confianza en el sistema financiero de la eurozona. Cuando quebró el sistema bancario irlandés, el BCE insistió en que Dublín rescatase a todos los acreedores pese a que su anterior garantía de depósitos hubiera vencido. De manera similar, cuando el tamaño de la crisis de deuda de Grecia se hizo evidente, el BCE insistió en que Grecia debía evitar la quiebra por todos los medios.

Esta postura podrá tener sentido intelectual, pero al mismo tiempo parece injusta. Los irlandeses pagaron un precio por la determinación del BCE de preservar la confianza en los mercados de deuda bancaria, mientras que los contribuyentes griegos pagaron un precio similar para mantener la integridad de los mercados de deuda soberana. A los bonistas se les está devolviendo todo el dinero mientras que las pérdidas se están socializando, y ulteriormente serían sufragadas por los contribuyentes ricos. Mientras tanto, el colapso de los países periféricos estaba forzando al BCE a hacerse cargo de la financiación tanto de los bancos como de los gobiernos, exponiendo sus balances al creciente riesgo crediticio.

La estrategia del BCE quebró en octubre de 2010 cuando los líderes europeos acordaron en Deauville que los bonistas tendrían que asumir las pérdidas de cualquier rescate a partir de 2013. Esto fue o el mayor error en cuanto a políticas monetarias desde los años 1930 o una respuesta inevitable a las realidades políticas. En cualquier caso, cambió complemente la dinámica de la crisis de la eurozona. El contagio que estuvo tratando evitar el BCE se trasladó inmediatamente a otros países periféricos; en cuestión de semanas, Irlanda y Portugal tuvieron que pedir rescates del Fondo Europeo de Estabilidad Financiera. Cuando Alemania insistió en que los bonistas estatales alemanes asumieran las pérdidas para un segundo rescate griego este verano, la crisis escaló aun mas, afectando a Italia, España e incluso Francia.

Llegados a este punto, el BCE tendría que haber cambiado de postura. Los bonos estatales y bancarios de la eurozona ahora conllevaban un riesgo crediticio explícito, al igual que el balance del BCE. Debería haber pedido a los gobiernos de la eurozona una compensación explicita por cualquier pérdida. El BCE argumenta que esto habría comprometido su independencia, dado que habría resultado más difícil resistirse a las presiones de los gobiernos para comprar bonos. Pero esto parece una débil excusa: una compensación no habría supuesto ninguna obligación y en cambio habría dado legitimidad democrática a sus acciones.

En lugar de eso, el BCE se encuentra ahora en el ojo del huracán político. Su consejo de gobierno está dividido y dos de sus miembros más senior han dimitido para protestar por la compra de bonos.

Esta situación está ahora llegando rápidamente a su fin. El mercado no tiene dudas de que Grecia quebrará. De hacerlo, las normas del BCE no permitirán que siga financiando a los bancos griegos. En esta ocasión, el BCE debería definitivamente pedir una compensación, de acuerdo con algunas personas cercanas a esta postura. Pero eso exigiría que los 17 miembros de la eurozona acordaran seguir financiando a un país que no ha cumplido con las anteriores condiciones del rescate, cargando a los contribuyentes con enormes pérdidas sin garantías de que la situación no se vuelva a dar. En este momento, el futuro del euro estará decidido. El BCE no debería esperar a que llegue ese momento para exigir a los gobiernos de la eurozona que le respalden explícitamente.

Fuente: WSJ