16 mar 2010

Cómo gestionar la explosión de deuda soberana

por Mohamed El-Erian

Cada cierto tiempo, el mundo se enfrenta a un grave suceso económico que se malinterpreta en un primer momento y se considera poco relevante, y que posteriormente coge desprevenidos a gobiernos, empresas y hogares.

Hemos asistido a varios ejemplos en los últimos 10 años, entre ellos la emergencia de China como una importante influencia sobre la dinámica del crecimiento, los precios, el empleo y la riqueza en todo el mundo. También incluiría la dramática sobre-expansión, y el espectacular colapso posterior, del sector inmobiliario y de la banca en la sombra en las economías estadounidense y británica, regidas por las finanzas.

Ahora, todos deberíamos estar prestando atención a un nuevo problema: el significativo deterioro simultáneo de la finanzas públicas de muchas economías desarrolladas. En la actualidad esto se analiza principalmente –y en exceso– a través del estrecho prisma de Grecia. En el futuro, se reconocerá por lo que es: un importante cambio de régimen en las economías desarrolladas con efectos trascendentales y duraderos. Para adelantarnos al proceso, deberíamos mantener en mente los siguientes seis puntos.

Primero, a nivel más básico, lo que estamos experimentando se define mejor como el último de una serie de trastornos en los balances. En 2008 y 2009, los gobiernos tuvieron que actuar para evitar la implosión simultánea del sector inmobiliario, las finanzas y el consumo. El mundo tiene que afrontar ahora las consecuencias derivadas de cómo se hizo.

La deuda soberana estadounidense ha aumentado 20 puntos porcentuales del producto interior bruto (PIB) en menos de dos años, una cifra antes inconcebible. Incluso bajo un escenario de crecimiento favorable, se prevé que el ratio deuda/PIB siga aumentando los próximos 10 años.

Son muchos los análisis que señalan la naturaleza generalizada de los trastornos en las finanzas públicas. Mi preferido es el de Willem Buiter, economista jefe de Citi. Más del 40% del PIB global se localiza ahora en jurisdicciones (en su inmensa mayoría en las economías desarrolladas) que gestionan déficit fiscales del 10% del PIB o superiores. Durante gran parte de los últimos 30 años, esta cifra fluctuó entre el 0% y el 5%, y se concentraba en las economías emergentes.

Segundo, el impacto sobre las finanzas públicas está minando la relevancia analítica de las clasificaciones convencionales. Consideremos el viejo concepto de una gran división entre las economías desarrolladas y emergentes. A un creciente número de los primeros se le presentan ahora unas perspectivas económicas y financieras significativamente peores, y más puntos vulnerables, que a un número cada vez mayor de los últimos.

Tercero, la cuestión no es si los gobiernos de las economías avanzadas harán ajustes; que los realizarán. La verdadera pregunta se refiere a la naturaleza del ajuste (ordenado o desordenado), a la fecha y al impacto colateral.

Como es natural, los gobiernos aspiran a superar la dinámica de las deudas incobrables a través de la ordenada (y relativamente indolora) combinación de crecimiento y voluntad del sector privado para mantener y aumentar sus títulos de deuda gubernamental. Sin embargo, teniendo en cuenta los índices inusualmente altos de paro, el débil crecimiento, los grandes déficit y la incertidumbre reguladora, ese objetivo afronta importantes contratiempos.

Los países se verán obligados así a tomar difíciles decisiones en relación a las subidas de impuestos y los recortes del gasto. Si estas no se materializan a tiempo, el universo de posibles consecuencias se expandirá para incluir el aumento excesivo de la deuda y, como posibilidad extrema, el impago y la confiscación.

Cuarto, los gobiernos pueden imponer soluciones a otros sectores de la economía doméstica. Lo harán tomando y desviando recursos. Esto adquiere especial relevancia cuando el margen para la migración trasfronteriza de actividades es limitado, tal y como sucede ahora dada la naturaleza generalizada de los daños a las finanzas públicas.

Quinto, la dimensión internacional complicará el ajuste fiscal interno que afrontan las economías desarrolladas. La eficacia de la consolidación fiscal no sólo depende de la voluntad y capacidad de un gobierno para implementar medidas a medio plazo. También se ve influenciada por lo que decidan hacer otros países.

Estos cinco puntos apoyan la idea de que el daño causado a los balances públicos es de gran relevancia para un amplio número de sectores y mercados. Por el momento, sin embargo, la inclinación es a restar importancia al impacto calificándolo de aislado, temporal y reversible.

Todo esto lleva al sexto y último punto. Deberíamos esperar (en lugar de sorprendernos) que los daños tarden en reconocerse por parte tanto del sector público como del privado. No hay estrategias sencillas a las que recurrir ante nuevos problemas sistémicos. Esto lleva a muchos a volver a modelos analíticos retrógrados, cuya idea central consiste esencialmente en hacer caso omiso de la nueva realidad del sistema.

Existe otra complicación más. Es necesario reconocer la situación a tiempo, pero no basta. Debe ir seguido de la respuesta adecuada. Aquí, la historia sugiere que a gobiernos y empresas no les resulta sencillo superar la tiranía de compromisos internos anticuados.

¿Dónde nos lleva todo esto? Nuestra sensación es que la importancia del daño causado a las finanzas públicas de las economías desarrolladas aún no se ha apreciado y comprendido en su justa medida. Sin embargo, con el tiempo, quedará patente su gran trascendencia. Cuanto antes se reconozca, más probabilidades habrá de evitar los trastornos y no verse afectados por ellos.