17 mar 2010

Lecciones del colapso de Bear Stearns

por John Cassidy

Ayer domingo hizo dos años que el secretario del Tesoro, Hank Paulson, llamó al consejero delegado de Bear Stearns, Alan Schwartz, para anunciarle que la fiesta había acabado.

"Alan, a partir de ahora estáis en manos del Gobierno; la otra alternativa es la quiebra", debió decirle. Así comenzaba la crisis crediticia y veinticuatro meses después, éstas son las lecciones que hemos aprendido:

El endeudamiento arrasa con todo. En marzo de 2008, Bear tenía un capital tangible de 11.000 millones de dólares, con un total de activos de 395.000 millones de dólares y una ratio de apalancamiento de 36. Durante varios años, esta imprudente forma de financiación permitió a la compañía conseguir un margen de beneficios de casi el 30% y una rentabilidad sobre el capital del 20%; cuando la tendencia del mercado cambió, Bear se quedó desprovisto de capital y acreedores. Durante los meses siguientes, otras entidades financieras, bancarias y no bancarias, fueron víctimas de la misma situación.

El año pasado, el G20 acordó aumentar las ratios de capital, aunque, hasta ahora, no se han publicado cifras concretas. Oficialmente, el Comité de Basilea sobre Supervisión Bancaria, está trabajando en ello.

Extraoficialmente, el secretario del Tesoro de EEUU, Tim Geithner, ha marcado un límite a la ratio de apalancamiento. La cifra definitiva indicará hasta qué punto se toman en serio las futuras crisis las autoridades.

Blanco y en botella, leche. Si se endeuda a corto plazo y concede préstamos (o invierte) a largo plazo, es un banco. Oficialmente, Bear Stearns y Lehman Brothers eran bancos de inversión; Washington Mutual era una caja de ahorros, AIG era una aseguradora y GMAC y GE Capital eran filiales de corporaciones industriales.

El Fondo de Reserva era un fondo de inversión de mercados monetarios. En realidad, todos se dedicaron a repartir dinero y a acumular activos ilíquidos. Cualquier entidad con estas características es vulnerable al pánico de los acreedores y los reguladores deberían tratarlas a todas por igual, como si de bancos se tratara. El incumplimiento de este principio dará lugar al arbitraje regulador y provocará más sobresaltos.

Los mercados no siempre son eficientes. ¿Hay que volver a recordar esta lección? Me temo que sí. Con el paso de los años, la ideología del libre mercado ha demostrado tener una misteriosa capacidad de reaparición. Además, siempre habrá poderosos intereses que lograrán encubrir sus finalidades recurriendo a los estimulantes discursos de Adam Smith y Friedrich Hayek.

Los grandes bancos son como centrales nucleares. Proporcionan valiosos servicios, como el traspaso de capital de ahorradores a empresarios. En algunas ocasiones quiebran, lo que provoca serios daños al resto de la economía y a los contribuyentes, cuyos fondos se utilizan en las operaciones de rescate. Si echamos la vista atrás, las soluciones a este problema son evidentes: más control para reducir las posibilidades de quiebra e "impuestos a la contaminación" adaptados a cada entidad, destinados a cubrir el coste de tales operaciones.

El presidente Barack Obama propuso la introducción de un impuesto de estas características y el primer ministro británico, Gordon Brown, se ha propuesto transformar esta propuesta en una iniciativa global. Por una vez, una buena iniciativa parece estar progresando.

Los modelos estadísticos son como los bikinis: lo que muestran es sugerente, pero lo que esconden es vital. Así opinaba Aaron Levenstein, profesor del Baruch College de Nueva York. En Wall Street y en la City, los bikinis tomaron forma de modelos de "valor en riesgo", asumiendo que los inversores y los titulares de hipotecas eran como moléculas que se movían al azar. Estos artilugios matemáticos tenían la peculiaridad de funcionar a la perfección cuando no eran necesarios y tener fallos constantes cuando más se los necesitaba.

Bagehot y Keynes tenían razón. Durante una crisis financiera, el papel de un banco central es prestar dinero cuando nadie más lo hace. En una crisis económica, el gobierno tiene que fomentar la demanda. Para aplicar estas premisas, las autoridades de todo el mundo, desde Washington, pasando por Frankfurt o Pekín evitaron que la Gran Recesión se convirtiera en otra Gran Depresión.

La búsqueda de rentas no equivale a la creación de riqueza. Parte del dinero que ganan algunas empresas proviene de las rentas económicas de otros grupos, como ocurre con los inversores en los fondos gestionados activamente, los empleados de empresas adquiridas por grupos de capital riesgo y los contribuyentes que de vez en cuando tienen que hacer frente a los costes derivados del exceso de riesgos. Las pérdidas que sufrieron los bancos británicos entre 2008 y 2009 acabaron con casi la mitad del valor económico agregado, salarios y beneficios brutos que el sector bancario generó entre 2001 y 2007.

Hace un siglo, pensadores progresistas como J.A. Hobson y L.T. Hobhouse aseguraban que buena parte de la generación de la riqueza era de carácter social, lo que justificaba la redistribución del estado de parte de ésta en forma de pensiones y programas sanitarios. En lo que se refiere a las finanzas modernas, los neoliberales llevaban razón: parte de los beneficios que generan los banqueros no sólo dependen de garantías implícitas del estado: buena parte del capital que arriesgan pertenece a otros.

Dada su influencia, el sector financiero puede esquivar algunas de las restricciones impuestas a sus actividades. Sin embargo, los banqueros nunca más podrán decir que lo que es bueno para Citigroup también lo es para EEUU o lo que beneficia a Royal Bank of Scotland también beneficia a Reino Unido. Al menos, no con un semblante serio.

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