22 ene 2009

El poder de EE.UU. está decayendo

Por Paul Kennedy

A medida que el mundo avanza a tropezones de un año 2008 realmente horrible a un 2009 que da mucho miedo, parecería haber, a primera vista, muchas razones para que los enemigos de Estados Unidos piensen que la primera potencia mundial recibirá golpes más duros que la mayoría de los grandes países. Esas razones serán explicadas abajo. Pero empecemos por observar esa curiosa característica de los seres humanos que, cuando ellos mismos padecen dolor, parecen disfrutar del hecho que otros estºán sufriendo aún más. (Uno casi puede escuchar a algún aristócrata Chekhoviano declarar: "Mis propiedades pueden estar dañadas, Vasily, ¡pero las tuyas están cerca de la ruina!")

Por consiguiente, si bien actualmente Rusia, China, América Latina y Medio Oriente pueden estar sufriendo reveses, se entiende que el Tío Sam es el mayor perdedor. Para el resto del mundo, ¡eso es un gran consuelo! ¿Según qué lógica, sin embargo, debería EE.UU. perder más terreno que otros países en los próximos años, excepto la vaga proposición que cuanto más alto es uno, mayor es la caída?

La primera razón, seguramente, son los realmente extraordinarios déficit fiscal y comercial de EE.UU. No hay nada parecido a esos en el mundo en términos absolutos y, aun cuando son calculados en proporción a los ingresos nacionales, los porcentajes se asemejan más a los que uno podría esperar de Islandia o alguna economía del tercer mundo mal dirigida. En mi opinión, los déficit fiscales proyectados para 2009 y más allá dan miedo, y me asombra que tan pocos legisladores reconozcan el hecho mientras se abalanzan de forma colectiva hacia la puerta que dice "estímulo fiscal".

Los desequilibrios planeados son preocupantes por tres razones. La primera es porque las proyecciones totales han cambiado muy rápido, siempre en una dirección más pesimista. Nunca, en mis 40 años de estudiar las economías de las grandes potencias, he visto cifras que se muevan tan seguido, y en proporciones tan grandes. Claramente, algunas personas sí creen que Washington es simplemente una máquina de imprimir dinero.

La segunda razón por la que todo esto da miedo es porque nadie parece estar seguro de qué tan útilmente (o irresponsablemente) será empleado este dinero. Le deseo lo mejor al gobierno de Barack Obama, pero estoy asustado por la posibilidad de que él y su equipo se sientan tan presionados que entreguen dinero sin las precauciones adecuadas, y que grandes sumas caigan en las manos equivocadas. Las noticias en la prensa la semana pasada de que representantes de grupos de presión estaban llegando en masa a Washington para presentar argumentos a favor de la industria, el grupo de interés o sector servicios que los hayan contratado me entristeció. Imprimir un montón de dinero no garantizado ya es malo. Malgastarlo en cortesanos es peor.

La tercera cosa por la que estoy aterrado es que probablemente tendremos muy poco dinero para pagar los bonos del Tesoro que van a ser emitidos, en decenas de miles de millones cada mes, en los próximos años. De seguro, algunas firmas de inversión, golpeadas por su irracional exaltación por valores y commodities, tomarán una cierta cantidad de bonos del Tesoro incluso a una tasa de retorno ridículamente baja (o de cero). Pero eso no va a cubrir un déficit fiscal proyectado de US$1,2 billones (millones de millones) en 2009.

No importa, me dicen, los extranjeros con gusto pagarán por ese papel. Esta noción me marea. En primer lugar, es (sin que sus defensores lo reconozcan nunca) una espantosa señal del relativo declive de EE.UU. Si ha visto la conmovedora película de Clint Eastwood La conquista del honor, también se habrá emocionado por las escenas donde los tres desconcertados veteranos de Iwo Jima son llevados por todo el país para suplicar a las jubilosas audiencias "¡Compren bonos estadounidenses!" Claro que fue incómodo, pero había un enorme consuelo. El gobierno de EE.UU., convertido completamente al Keynesianismo, estaba pidiendo a sus ciudadanos que echaran mano de sus atesorados ahorros para ayudar a sostener la campaña bélica. ¿Quién más, después de todo, podía comprar? ¿Un imperio británico casi en quiebra? ¿Una China destruida por la guerra? ¿El Eje? ¿La Unión Soviética? Qué suerte que la Segunda Guerra Mundial duplicó el Producto Interno Bruto de EE.UU., y los ahorros estaban allí.

Hoy, sin embargo, nuestra dependencia de los inversionistas extranjeros se aproximará más y más al estado de endeudamiento internacional que nosotros los historiadores asociamos con los reinados de Felipe II de España y Luis XIV de Francia, propuestas atractivas al principio, pero que luego continuamente pierden encanto.

Es posible que las tempranas ventas de bonos del Tesoro este año salgan bien, ya que los aterrados inversionistas pueden preferir comprar bonos que no pagan nada que acciones de compañías que podrían quebrar. Sin embargo, algunos perspicaces analistas del mercado de bonos del Tesoro insinúan que el apetito por bonos de Obama es limitado.

¿Cree la gente realmente que China puede comprar y comprar cuando sus inversiones aquí ya han sido golpeadas y su gobierno puede ver la enorme necesidad de invertir en su propia economía? Si ocurriera un milagro y China nos comprara la mayor parte de los US$1,2 billones, ¿cuál sería nuestro estado de dependencia? Podríamos estar viendo un cambio tan grande en los balances financieros del mundo como lo que ocurrió entre el Imperio Británico y Estados Unidos entre 1941 y 1945. ¿Están todos contentos con esto? No obstante, si los extranjeros muestran poco apetito por bonos estadounidenses, pronto tendremos que subir las tasas de interés.

Si he dedicado tanto espacio a los problemas fiscales de EE.UU. es porque conjeturo que su mera profundidad y gravedad demandará la mayor parte de nuestra atención política en los próximos dos años, y por consiguiente traerá otros importantes problemas al borde de nuestro radar. Es verdad que las economías de Gran Bretaña, Grecia, Italia y una decena de países desarrollados están sufriendo casi tanto, y que gran parte de África y partes de América Latina están cayendo al precipicio. También es verdad que la pronunciada caída en los precios de la energía han golpeado duramente a gobiernos poco atractivos como la Rusia de Vladimir Putin, la Venezuela de Hugo Chávez y el Irán de Mahmoud Ahmadinejad, con el esperado efecto de contener su capacidad de hacer daño.

Por otra parte, por ahora las cifras sugieren que las economías de China e India están creciendo (no tan rápido como en el pasado pero aún creciendo), mientras que la economía de EE.UU. se contrae en términos absolutos. Cuando se calmen las aguas de esta alarmante y quizás prolongada crisis económica global, no deberíamos esperar que las participaciones nacionales en la producción mundial sean las mismas que en, por ejemplo, 2005. El Tío Sam podría tener que bajar uno o dos peldaños.

Además, ni tres o cuatro de estos países, y quizás ni una decena de estos combinados, tienen siquiera algo aproximado a la serie de compromisos y despliegues militares en el exterior que abruman al Tío Sam. Eso nos trae de vuelta, perdón por decirlo, a los comentarios de "imperio sobreextendido" que hice hace aproximadamente 20 años.

Como sugerí en ese momento, una persona fuerte, equilibrada y musculosa, puede cargar una mochila impresionantemente pesada cuesta arriba por mucho tiempo. Pero si esa persona está perdiendo fuerza (problemas económicos), y la carga sigue pesada o aumenta de peso (la doctrina Bush), y el terreno se vuelve más difícil (la aparición de nuevas grandes potencias, terrorismo internacional y estados fallidos), entonces el excursionista que alguna vez fue fuerte empieza a ir más despacio y a tropezar. Allí es precisamente cuando los caminantes más ágiles y con menos carga se acercan, lo alcanzan y quizás lo sobrepasan.

Si la mitad de lo anterior es verdad, las conclusiones no son gratas: que las penurias económicas y políticas de los próximos años restringirán muchas de las visiones ofrecidas en la campaña electoral de Obama; que este país tendrá que tomar, interinamente, algunas decisiones muy difíciles; y que no deberíamos esperar, aun pese a un aumento de buena voluntad hacia EE.UU., ningún incremento en nuestra relativa capacidad de actuar en el extranjero de manera decisiva o sostenida. Una persona maravillosa, carismática y muy inteligente ocupará la Casa Blanca, pero, desgraciadamente en las circunstancias más difíciles que EE.UU. ha enfrentado desde 1933 o 1945.

En esta atención hacia los déficit fiscales y la sobreextensión militar, ciertas medidas positivas de la fortaleza estadounidense tienden a ser empujadas hacia la sombra (y quizás deberían darles más importancia en otro momento). Este país posee tremendas ventajas en comparación a otras grandes potencias en su demografía, sus relaciones tierra por habitante, sus materias primas, sus universidades y laboratorios de investigación, su flexible mano de obra, etc. Estas fortalezas han sido opacadas durante casi una década de irresponsabilidad política en Washington, una desenfrenada codicia en Wall Street y sus alrededores, y excesivas aventuras militares en el exterior.

La situación podría haber mejorado, aunque esto no quiere decir que EE.UU. puede volver a la preeminencia que tuvo en, por ejemplo, la época del presidente Dwight Eisenhower. Las movimientos tectónicos globales de poder, hacia Asia y alejándose de Occidente, parecen difíciles de revertir. Pero políticas sensatas acordadas por el Congreso estadounidense y la Casa Blanca podrían ciertamente ayudar a hacer esas históricas transformaciones menos agitadas, menos violentas y mucho menos desagradables. No es un mal pensamiento, incluso para un "declinista" como yo.

Paul Kennedy, profesor de historia y director de Estudios de Seguridad Internacional en la Universidad de Yale, es el autor/redactor de 19 libros, incluyendo Auge y caída de las grandes potencias. Actualmente está escribiendo una historia operacional de la Segunda Guerra Mundial.