3 feb 2009

He sucumbido a los efectos de la recesión

por Lucy Kellaway. Financial Times

La semana pasada pasé de un estado de temor contenido, relacionado con la situación de la economía global, a sentirme invadida por el pánico a la incertidumbre. El miércoles, me vinieron a la mente toda clase de preocupaciones, desde las más catastrofistas a las más estúpidas.

Pasé de pensar en el caos de las calles de Londres a preguntarme si debería haber pintado el trastero de beige en lugar de decantarme por el blanco.

Ésta es la clase de confusión mental que suelo tener cuando me despierto repentinamente a las tres de la mañana, pero nunca me había pasado a las tres de la tarde. No obstante, nada logró impresionarme más que el caso de una mujer que vive a 3.000 kilómetros de distancia. Aunque esa semana me pasaron cosas mucho más importantes, ninguna otra logró conmocionarme tanto.

El lunes pasé la noche en el Hotel InterContinental de Colonia– un templo erigido en honor de los viajes de negocios. Aquello parecía un hotel fantasma: el interminable pasillo hasta mi habitación estaba desierto.

El martes, quedé con una amiga muy optimista que dirige con éxito una agencia de publicidad y que, para mi sorpresa, estaba a punto de despedir a muchos de sus laboriosos empleados. Esa misma tarde descubrí que mi propio colchón financiero era mucho menos mullido de lo que pensaba.

Aun así, mantuve el tipo hasta que, por lo que paso a explicaros, acabé desmoronándome. Estaba en la sala de lectura de la Biblioteca Británica. Si me hubiera centrado en trabajar, no habría pasado nada, pero empecé a perder el tiempo leyendo e-mails y mirando Internet hasta que di con la historia de una neoyorquina anónima, bien vestida, que había perdido el empleo y ahora mendigaba por las calles para poder alimentar a sus cuatro hijos.

Aunque puede que la historia no sea cierta, la imagen se me quedó grabada y el resto de malas noticias que leí me parecieron aún más deprimentes de lo que ya eran. Mi compañero de Financial Times, Luke Johnson, aseguraba que debemos prepararnos para años de penurias económicas.

Para cuando quise salir de la biblioteca y dirigirme a casa, me encontraba en un estado de ansiedad tal, que me pareció increíble ver que la gente caminaba con semblante tranquilo por la calle como si nada hubiera pasado.

Ésta es la primera recesión que vivimos desde que comenzó la era de Internet. Hay quien podrá opinar que el invento hace la situación más llevadera; al fin y al cabo, todas esas redes ayudan a encontrar empleo e incluso a comprar productos de segunda mano en páginas como Ebay. Sin embargo, todas esas ventajas pierden importancia si se comparan con los efectos devastadores de Internet en nuestra confianza. Internet ha creado un pánico global. Si les suena preocupante, es porque realmente lo es. Al igual que ningún país puede sustraerse a los efectos de la crisis económica mundial, ninguno de nosotros escapa al temor global.

Los blogs, páginas web y correos electrónicos nos invaden constantemente con los males que aquejan a la economía. Escuchamos las malas noticias a más velocidad, tenemos más información y de forma más inmediata. Mis preocupaciones son las suyas y, las suyas, las mías. En Internet, las penas compartidas no son menos duras.

Los problemas se propagan por todo el mundo de forma innecesaria. Después de leer este artículo, habrá alguien en Australia que se preocupe por el color de pintura de mi trastero. Este fenómeno no sería tan importante de no ser porque la confianza es el mejor antídoto contra la recesión y la propagación de malas noticias no hace más que deteriorar la confianza.

Si hubiera vivido la última recesión hace más de 60 años, las únicas noticias a las que habría tenido acceso habrían sido las de un periódico como The Times. Aunque por la mañana, después de leer el diario, me habría sentido deprimida, habría tenido el resto del día para recuperar mi ecuanimidad. Ahora en cambio, mis constantes conexiones a Internet no hacen más que fomentar mi estado de ansiedad.

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