2 may 2010

Merkel comienza a parecerse peligrosamente a Thatcher

por Philip Stephens

Angela Merkel comienza a parecerse peligrosamente a Margaret Thatcher. Alemania ha cogido la enfermedad británica. Si la dolencia persiste, Europa está perdida. La UE ha aprendido a vivir con la tendencia británica a hacer cuentas. No sobrevivirá a la decisión de Alemania de iniciar un proceso en el que para que unos ganen tengan que perder otros.

Los inversores internacionales que han puesto en jaque a la eurozona hacen dos apuestas que se apoyan mutuamente. Una sobre la economía –los datos de los déficit presupuestarios, las ratios deuda/producto interior bruto y la deuda soberana de alto riesgo–. La otra sobre la política –aspectos intangibles pero, en última instancia, más importantes, como el liderazgo y la voluntad política–.

La primera de las apuestas dice que, basándose en supuestos razonables, Grecia no podrá pagar su deuda; y que España y Portugal bien podrían encontrarse en la misma situación. Los esfuerzos por poner en orden sus economías sumirán en la deflación a alguno de estos países, cuando no sea a todos ellos, y la austeridad resultará entonces contraproducente. Este parece sin duda el caso de Grecia, donde los datos sugieren que le resultará imposible evitar la reestructuración de su deuda. Por otra parte, el impacto de un impago sobre el sistema financiero global asusta. La crisis de la deuda soberana aún podría terminar convirtiéndose en otra crisis bancaria.

La segunda apuesta gira en torno al liderazgo en las capitales del continente. Siendo claros, los mercados calculan que los gobiernos carecen del compromiso político común para garantizar la estabilidad de la divisa única. Sí, los líderes de la eurozona han acordado la creación de un fondo de liquidez de 750.000 millones de euros para apoyar a los miembros más débiles; y el Banco Central Europeo ha sacrificado su pureza ideológica en un esfuerzo por tranquilizar a los inversores en bonos. Sin embargo, cada paso en defensa del euro ha venido precedido por evasivas y seguido de recriminaciones. En consecuencia, pende un interrogante sobre el futuro a largo plazo de la unión monetaria.

En cierto sentido, el debate actual gira en torno a si los gobiernos están preparados para aceptar una coordinación de las políticas económicas mucho más estrecha dentro de la eurozona. Algunos llaman a esto unión política, otros unión económica. Algunos (principalmente Alemania) quieren un severo nuevo régimen que castigue el despilfarro. Otros contestan que los países que han acumulado grandes superávit exteriores (sobre todo, una vez más, Alemania) tienen que contribuir a reequilibrar la economía europea.

Parece bastante obvio que la gestión eficaz del euro requerirá en el futuro una mayor interferencia mutua en las políticas económicas nacionales. La naturaleza y equilibrio concretos de estas medidas, sin embargo, carecerán de relevancia a menos que reflejen una presunción más básica de los intereses comunes. El euro sólo tendrá futuro mientras los inversores crean que el compromiso de los gobiernos es incuestionable.

Y es aquí donde entra la enfermedad británica. Durante sus cuatro décadas como socio, Reino Unido ha sido el miembro más incómodo y difícil de la UE. Hay múltiples explicaciones, entre ellas históricas, geográficas y culturales. Medio siglo después de que el sol se pusiera sobre el imperio, los británicos aún luchan por verse a sí mismos como una potencia europea más que como un poder global. Son reacios a abandonar lo que creen una relación de privilegio con EEUU. Y son un caso perdido en lo que respecta al aprendizaje de lenguas extranjeras.

Sin embargo, el error que más ha contribuido a dificultar la relación de Reino Unido con sus socios europeos ha sido la creencia de que las ventajas y desventajas de ser miembro pueden calcularse con un ábaco. Toma el dinero que el Gobierno entrega a Bruselas; calcula lo que recibes a cambio y, ¡listo!, los beneficios, o más bien los costes, están al alcance de todos para su consulta. La realidad es muy distinta. El valor que la UE representa para Reino Unido es el de multiplicar su influencia. Pero la fama se la ganó a principios de los años 80 cuando Thatcher demandó a sus colegas europeos que le devolvieran “su dinero”. Reino Unido no estaba dispuesto a pagar los sueldos de los mimados agricultores franceses o de los vagos viticultores italianos.

Parece ser que la contribución británica al presupuesto de Bruselas era excesiva. Pero la forma en la que Thatcher pidió el reembolso reemplazó un serio debate sobre Europa por un discurso centrado únicamente en libras y peniques. La entonces primera ministra olvidaba que, unos años atrás, ella misma había expuesto que el principal beneficio de la pertenencia de Reino Unido a la UE era la posibilidad de apalancar su influencia mundial. En su lugar, el debate británico asumía que en Europa había ganadores y perdedores: todo lo que ganaba Bruselas se le restaba a Westminster.

Thatcher usó el lenguaje del pequeño comerciante de su nativo Lincolnshire. Merkel, que muestra el mismo convencimiento que la Dama de Hierro de que Alemania no debería seguir pagando las facturas europeas, hace gala de su propio modelo de las virtudes del comercio provincial. Las entidades financieras y los gobiernos que se han metido en este embrollo financiero deberían haber seguido el consejo de una “ama de casa suaba”. Los titulares del tabloide Bild criticando con furia el despilfarro griego y exigiendo que Alemania recupere su dinero (y su divisa) resultarán familiares a cualquiera que haya leído en alguna ocasión los improperios contra Europa del periódico británico Sun.

El enfado de Berlín, por supuesto, pasa por alto el hecho de que Alemania fue uno de los primeros en incumplir el pacto de estabilidad y crecimiento, o que los bancos alemanes se incluyen entre los principales compradores de deuda subprime. También olvida las inmensas ventajas –económicas y financieras– que obtiene Alemania de su pertenencia a la Unión. Pero esto es lo que sucede cuando los gobiernos quieren trazar líneas divisorias entre sus intereses nacionales y europeos.

El modo de pensar inculcado por Thatcher ha convertido a Reino Unido en un miembro distante de la UE: siempre reacio a una mayor integración. El nuevo gobierno de David Cameron no tiene nada interesante o constructivo que decir sobre Europa.

Para ser justos, Merkel se aleja en ocasiones de la invectiva anti europea de los tabloides a favor de la pertenencia de Alemania al bloque. Pero el esfuerzo es defensivo y carece de entusiasmo. La lección que se puede extraer de Reino Unido es que una vez que el debate sobre Europa se formula en torno a los registros en el libro de contabilidad de un comercio de barrio, la batalla está perdida. No sorprende que los mercados apuesten contra el euro.

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